Sunday, July 30, 2006

Doméstico



Se ha escrito mucho acerca de mis costumbres más convencionales (saludar con un sinuoso movimiento del brazo derecho y un bramido corto, encoger el cuerpo hasta el límite en señal de descontento, etc.), ocultando en cambio aquellas menos respetuosas de la tradición protocolar de nuestra especie. De ahí el silencio ante mi afición por la estrategia bélica.
En las escuelas, los dibujos me representan como un ser sumiso y amigable, apenas corrompido por un inextinguible apetito. A espaldas de aquello está lo más honesto de mi vida: colecciones de carros de combate, libros sobre armamento, mapas colgando en el taller, réplicas de los soldados de terracota y otros tantos artículos comprados, hechos y recogidos durante años. En tanto, el gesto de mi mano frente al espejo ya no es rígido ni solemne, aletargado por el sopor de las multitudes, no alcanza para emular a los vigorosos generales cuyas historias tanto me apasionan.
Recuerdo un día de infancia con sonido de tambores tras el corral. Llegaban a mí las severas voces de un ejército cuyos triunfos más tarde conocería. Territorios conquistados con esfuerzo y numerosas bajas; nuevas regiones y riquezas para las manos abiertas de la nación que hoy impone la pasividad por decreto, el protocolo, la opacidad de las voces; capitulación ante una civilidad absurda. El humo de la conciliación satura las ciudades con su desprecio por la tropa. Así, proscrita cada criatura que honre las armas, nada queda más que callar ante las gentes, esperando la noche para vestir uniforme frente al espejo y ensayar posiciones en una estrecha habitación, con diminutos batallones esparcidos por el piso.
verdugo

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